El Orontes bajaba cargado de agua aquel terrible martes de febrero del 82. Hacía ya varios días que la preciosa ciudad de Hama, al norte de Damasco, se había teñido de sangre y la masacre se había hecho dueña de sus calles. Suhaila había vivido con un terror indescriptible la entrada de las tropas gubernamentales de Rifaat al-Asad hermano del temido dictador sirio, por el camino viejo, cerca de la casa donde vivían con su familia.
Apenas llevaba casada unos meses y la vida se había revuelto contra ella con la entrada en la ciudad de los comandos alauitas. Había sentido de cerca la muerte… su cuñado, Ahmad, sus dos primos gemelos, Mahmoud y Muhammad, ¡quién podía saber cuántos de su familia estaban muertos en aquellos momentos!
Recordaba con pavor la huida desde la Gran Mezquita y su llegada al antiguo mercado donde pensaban refugiarse, pero todo se torció mientras los terribles combates arreciaban por doquier.
La guerra golpeó su corazón con una fuerza salvaje.
Se quedó muda.
Se sintió frágil como una veleta movida por el viento.
Cuando llegaron al Líbano, había borrado de su cabeza cualquier recuerdo o visión del drama que había vivido, se negaba a aceptarlo, se negaba a considerar la realidad… Sí recordaba, ya tan lejano, el viaje en barco que ella y Samir, su marido, hicieron hasta Marsella, porque sus lágrimas engrosaron aquel mar Mediterráneo que antes tanto amara. Después su llegada a Barcelona y días más tarde la reunión con un familiar en Madrid.
Era el 6 de mayo de 1982.
Cinco meses después nació Houda.
Ella le devolvió a la vida.
Al terrible padecimiento le sucedieron algunos años tranquilos, de gran esfuerzo, centrados en el trabajo cotidiano y en dejar que el paso del tiempo cerrara las heridas. Amaba a su nuevo país… le recordaba tanto a Siria… amaba a sus gentes hospitalarias, su comida, sus paisajes, su clima… admiraba su cultura y su forma de ser.
Y se sentía querida por ellos.
Poco a poco Houda fue haciéndose mayor.
Suhaila cada vez tenía más tiempo libre.
Entonces decidió dedicar su vida a los demás, comenzó a trabajar y a colaborar en varias asociaciones de ayuda a los refugiados, a los desprotegidos, a los débiles, a los necesitados de amor como ella solía decir.
Ella era musulmana sunní pero su amor era universal. Aunque tradicional, no distinguía entre religiones, razas, o pueblos… aunque no era coqueta le gustaba llevar su pañuelo y ver la cara de asombro de aquellos cristianos a los que en algunas ocasiones ayudaba. Pensaba que todos eran iguales ante los ojos de Alá. Los jueves ayudaba en Las Ventas, en la asociación a los refugiados y los sábados por la mañana trabajaba como voluntaria en una ONG repartiendo comida, ropa y enseres entre los que más lo necesitaban.
Se sentía plena, feliz y amada.
¡Tenía tanto que dar!
Pero poco a poco casi sin que se diera cuenta, el aire se fue volviendo irrespirable…
Las Torres Gemelas, los distintos atentados en Oriente Medio, en África y en Europa enrarecieron el ambiente. El terrorismo en París, en Londres, en Bruselas y en Barcelona volvió a crear el caldo de cultivo temido y la intolerancia volvió a nacer, como una excreción, en los corazones más débiles…
La mezquita de la M-30 se encontraba a pocos minutos de su casa… era un viernes como otro cualquiera. Samir y Houda, su hija se habían adelantado junto con algunos vecinos hasta ella para el rezo semanal.
¡Qué feliz se sentía!
Viernes y cumplía años. 58.
Hacía un día magnífico y el sol brillaba como en una felicitación no esperada y recibida, por su cumpleaños.
Entonces se cruzó con ellos. Eran tres, uno llevaba un mono gastado. Tenían un aspecto raro…
-¡Quítate el hijab guarra!- Le dijeron.
Al pasar por su lado, la chica le empujó. Sintió que le faltaba el aire…
Entonces retrocedió en el tiempo y las bombas de aquella Siria ensangrentada que dejó atrás hacía tantos años, volvieron a caer y los disparos volvieron a sonar en su cabeza… se mareó. Sintió en su vientre un terror inusitado y algunas lágrimas brotaron de sus ojos. Pensó en su hija y en su marido… Casi sin darse cuenta, vio cómo los agresores se alejaban… sintió su pecho arder…
Un coche paró cerca de ella, dos jóvenes se bajaron preocupados. Intentaron ayudarla…
Llamaron a urgencias y a la policía… La gente se arremolinó a su lado en un afán por arroparla…
Aquella madrugada, poco antes de que la estrella del amanecer hiciera su aparición, Suhaila se encontró con ella… Suhaila, ese era su nombre, “Estrella del Amanecer” el que su madre le pusiera al tiempo de nacer.
El médico que certificó su muerte constató: Infarto de miocardio. Parada cardiorrespiratoria.
Eran las 6:45 de la mañana.
En Siria, a la misma hora, treinta y seis años después de su huida, las bombas seguían cayendo, para mayor vergüenza de la humanidad.